Historias y contadores

Hay historias que se cuentan. Se cuentan para hacer reír, para compartir, para sacudir el polvo de lo cotidiano, como desahogo, como chascarrillo o sencillamente porque queremos que no se olviden, que se conserven y se repitan allende los mares.

Pero también hay historias que se callan. Se callan no porque no merezca la pena ser contadas, sino porque cabe en ellas la belleza de pertenecer solo a unos pocos, a los protagonistas, y conservar así esa magia de los viejos secretos guardados en los cajones.

El valor de estas historias y decidir de qué tipo son depende de las personas que las cuentan. Al igual que las historias, hay contadores que llegan al mundo para comérselo, para compartir la parte más bonita de cada vivencia, son personas que se sacuden la desgracia, que se ríen de las pequeñas travesuras con las que llenan su día a día, que mueven las manos, o los pies, sacan la lengua o hacen muecas con la nariz para llamar la atención del público.

Y también los hay reservados, observadores, que intentan pasar desapercibidos comportándose como los demás. Son los que sufren la tristeza ajena, los que a veces saben reír solo con los ojos y cuyo sentido del mundo está unido a circunstancias como la lluvia, el silencio, el destino o el más allá.

Cada vez que uno u otro tipo de contador escribe una historia, lectores y espectadores escuchan, leen, respiran y sienten de manera muy diferente la vorágine de sentimientos que estas desatan. Algunos perciben los viajes como la forma más pura de vivir, otros adoran la rutina de los lugares que no cambian, y otros dotan de sentido al mundo descubriendo números capicúa o grullas de papel.

Toda esa maravillosa variedad es la que hace al periodismo ser tan especial. Porque está hecho de historias, contadores y lectores, todos diferentes y todos únicos. Como los pedacitos que componen La taberna y que hacen de ella un todo fascinante.